Hoy se cumplen 9 años de aquel día que cambió para siempre la historia de Argentina. El 12 de julio de 2014, la selección nacional de fútbol se consagró campeona del mundo por tercera vez en su historia, tras derrotar a Alemania en la final disputada en el mítico estadio Maracaná de Río de Janeiro.
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Estaba en casa de mis padres, reunido con mi familia y amigos, todos expectantes ante el partido que estaba a punto de comenzar. La emoción era palpable en el ambiente, y a medida que avanzaban los minutos, la tensión iba en aumento.
El partido fue intenso de principio a fin, y ambas selecciones tuvieron sus oportunidades. Pero fue en el minuto 113, cuando Mario Götze marcó el gol de la victoria para Alemania, que el estadio estalló en júbilo y nosotros nos quedamos con las caras desencajadas.
En ese momento, sentí como si me hubieran arrancado una parte de mí. Había soñado con ver a Argentina campeón del mundo desde que era niño, y ahora, cuando por fin estaba a punto de suceder, se me escapaba de las manos.
Pero entonces, algo sucedió. En lugar de hundirme en la tristeza, sentí una oleada de orgullo. Había visto a mi selección luchar hasta el final, y aunque no había podido conseguir la victoria, había demostrado que tenía el corazón de un campeón.
Años después, todavía recuerdo ese día con emociones encontradas. Por un lado, me entristece no haber podido ver a Argentina levantar la copa; por otro, me siento orgulloso de haber sido testigo de una gesta histórica que quedará para siempre en los anales del fútbol.
El 12 de julio es un día que nunca olvidaré. Es el día en que aprendí que, incluso en la derrota, hay siempre algo por lo que estar agradecido.
Gracias, Argentina, por tantas alegrías. Gracias por enseñarme el verdadero significado de la pasión y el orgullo.