El peso del silencio se cernía sobre las sinuosas curvas de las Altas Cumbres, un testimonio del espantoso accidente que había cobrado tantas vidas.
Yo estaba conduciendo esa fatídica mañana, mi corazón latía con fuerza en mi pecho mientras mi auto navegaba por los peligrosos precipicios. El amanecer era tenue, proyectando una luz etérea sobre el paisaje desolado. En un momento, todo cambió.
Un camión, su carga tambaleándose, apareció de la nada, ocupando todo mi carril. El impacto fue devastador, el metal chirriaba y el cristal se hacía añicos. El tiempo se ralentizó cuando mi cuerpo fue lanzado hacia adelante y luego hacia atrás, un torbellino de dolor y pánico.
Cuando volví en mí, el humo y el olor a quemado llenaban el aire. Mi mundo se reducía al pequeño espacio de mi auto destrozado, donde luché por respirar y despejar mi mente nublada.
Hoy, las Altas Cumbres permanecen como un sombrío recordatorio de lo frágil que es la vida. El accidente dejó una huella indeleble en mi alma, pero también me enseñó el poder de la resiliencia y la compasión.
Cada vez que conduzco por esa carretera, siento una punzada de tristeza y gratitud. Tristeza por las vidas perdidas, gratitud por la mía que fue salvada. Las Altas Cumbres pueden ser una ruta maldita, pero también es un lugar donde encontré la fuerza y el coraje para seguir adelante.