Caliente




El calor sofocante se cierne sobre la tierra como una manta pesada, sofocando todo lo que se encuentra debajo. El sol abrasador quema sin piedad, convirtiendo el aire en un horno. El sudor gotea de mi frente como una cascada incesante, empapando mi ropa y dejándome una sensación de humedad incómoda.

Bajo el peso opresivo del calor, la ciudad languidece en un estado de sopor. El tráfico se ha detenido, los coches se amontonan en las calles como juguetes abandonados. Los peatones se apresuran a través de las aceras, sus rostros ocultos detrás de sombrillas y paños húmedos. El aire está impregnado de una mezcla de olor a asfalto caliente y smog, una cacofonía que me hace doler la cabeza.

  • Las hojas de los árboles se marchitan y se arrugan, sus bordes se vuelven marrones y quebradizos. Los céspedes se han convertido en parches secos y amarillentos, una sombra pálida de su antigua gloria.
  • Los animales buscan refugio de los elementos despiadados. Los perros se tumban a la sombra, sus lenguas colgando pesadamente de sus hocicos. Los gatos se acurrucan en lugares frescos y oscuros, sus ojos casi cerrados en un estado de somnolencia.

Intento encontrar algo de alivio en la comodidad del aire acondicionado, pero incluso ahí el calor es implacable. El aire acondicionado zumba y escupe aire frío, pero no es suficiente para vencer el calor abrasador que se filtra desde el exterior.

Me siento inquieto, agitado por el calor implacable. Mi mente se agita, saltando de un pensamiento a otro como un mono en un árbol. Me cuesta concentrarme, me cuesta pensar con claridad. El calor me ha embotado los sentidos, me ha dejado exhausto y malhumorado.

Anhelo la frescura de una brisa marina, la sombra refrescante de un árbol frondoso. Sueño con sumergirme en las aguas cristalinas de un río frío, sintiendo su abrazo refrescante en mi piel. Pero por ahora, debo soportar el implacable calor, un recordatorio constante del poder abrasador de la naturaleza.

Sin embargo, a pesar del calor abrumador, hay una extraña belleza en todo esto. Las nubes reflejan el sol abrasador, creando un espectáculo de luces y sombras que baila sobre las casas y los edificios. Los atardeceres se convierten en explosiones de color, tiñendo el cielo de tonos vibrantes de naranja y púrpura.

Y a medida que cae la noche, el calor finalmente comienza a ceder. Una brisa suave sopla desde el oeste, trayendo consigo un leve alivio. Los grillos comienzan su coro nocturno, su canto llenando el aire de una serenidad tranquila. Bajo el resplandor de las estrellas, la ciudad se transforma en un lugar de belleza tranquila, sus heridas diurnas ocultas por la oscuridad.

Y así, mientras el calor del día da paso a la frescura de la noche, encuentro un nuevo aprecio por el ciclo eterno de la naturaleza. Incluso en sus momentos más despiadados, siempre hay esperanza de redención, un recordatorio de que incluso los días más calurosos finalmente darán paso a noches más frescas.