El recuerdo de su cuarto de juguetes ha vuelto a mi memoria con toda su nitidez tras la visita a mi querida ahijada. El día antes de su quinto cumpleaños le compré un set de muñecas muy completo y me pareció una nimiedad. Porque el cuarto que yo tenía a su edad era una sucursal de Toys “R” Us, con el agravante de no ser excesivamente grande.
El primero, y más fundamental, problema de espacio era que yo tenía un cuarto compartido con mi hermana. Eso automáticamente reducía mi zona de influencia y la condenaba a ser invadida. El segundo es que el cuarto era tan milimétricamente cuadrado que la cama, dos mesillas y dos escritorios ocupaban casi todo el espacio disponible.
Las bicis aguantaban como podían en el rellano de la escalera y el coche teledirigido se paseaba, cuando no estaba en uso, por toda la casa. Era casi imposible entrar en el cuarto sin tropezar y la sexta hora de rodillas recogiendo juguetes se hacía eterna todos los domingos por la tarde.
Cuando empezaron a regalarme libros, el caos fue aún mayor. Los cuentos, los libros de aventuras y hasta algunas enciclopedias compartían espacio con los juguetes. Mi hermana se quejaba amargamente de que el cuarto estaba siempre hecho un desastre, pero yo era un niño feliz que vivía en un sueño. Porque, en el fondo, todos los niños quieren que su cuarto sea un parque temático y el mío lo era.