El estruendo de la lluvia, implacable, me despertó esa noche fatídica. El agua caía a cántaros, golpeando el techo como si fuera un tambor de guerra. Mientras escuchaba el aguacero, un escalofrío recorrió mi espalda. Algo andaba mal.
De repente, un sonido sordo sacudió el suelo. Como un rayo, salí corriendo de mi casa y me encontré con una escena de caos. El barro y los escombros se habían deslizado por la ladera, llevándose consigo casas y vidas.
Mientras caminaba hacia el corazón del deslave, el olor a tierra mojada se mezclaba con el hedor de la desesperación. Frente a mis ojos, una casa estaba completamente enterrada bajo un mar de lodo. Una familia entera, abuelos, padres e hijos, había quedado sepultada en su interior.
Los equipos de rescate trabajaban sin descanso, pero el tiempo se agotaba. Cada minuto que pasaba, las esperanzas de encontrar sobrevivientes disminuían. El peso del dolor y la angustia se hacía insoportable.
A medida que avanzaba la noche, la lluvia cesó, pero el daño ya estaba hecho. Decenas de casas habían sido destruidas, dejando a cientos de personas sin hogar. La comunidad, una vez vibrante, ahora era un páramo sombrío.
Ahora, mientras escribo estas palabras, el recuerdo de esa noche todavía me persigue. El deslave en Naucalpan fue un trágico recordatorio de la fragilidad de la vida y el poder destructivo de la naturaleza. Pero también fue un testimonio de la resiliencia y el espíritu de una comunidad que se levantó de las cenizas.
Llamado a la acción