¡Dios mío, he resucitado!




No sé muy bien por dónde empezar esta historia, pero allá voy. Hace unos días, me levanté de la cama y me di cuenta de que algo no iba bien. O más bien, que todo iba muy bien. Demasiado bien. Me sentía tan sano y lleno de energía que podría haber corrido un maratón sin pestañear. Y eso, viniendo de mí, que soy un vago de campeonato, es mucho decir.

Me miré en el espejo y no me reconocí. Mi piel estaba radiante, mis ojos brillaban y mi cuerpo parecía más musculoso. ¿Qué había pasado?

Salí a la calle y el mundo me recibió con una sonrisa. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y la gente parecía más amable de lo habitual. Era como si todo el universo estuviera celebrando mi... ¿resurrección?

En un primer momento, me asusté un poco. ¿Me había vuelto inmortal? ¿Tenía superpoderes? Pero no. Nada de eso. Simplemente estaba sano, feliz y lleno de vida. Y era algo increíble.

Siempre he sido un tipo bastante negativo, de los que ven el vaso medio vacío. Pero ahora, todo había cambiado. Veía el mundo con otros ojos, más optimistas y llenos de posibilidades. Y eso, queridos lectores, no tiene precio.

Dicen que la vida es un regalo, y yo nunca lo había sentido tan profundamente como ahora. Me siento agradecido por cada momento, por cada respiro. Y quiero vivir mi vida al máximo, haciendo todo lo que me haga feliz y disfrutando de cada segundo.

Sé que no todo será siempre perfecto, pero ahora tengo la fuerza y la determinación para afrontar cualquier reto. Porque he resucitado, y esta vez no pienso volver a morir.

Así que ahí va mi consejo para todos vosotros: no esperéis a que algo malo os pase para daros cuenta de lo valiosa que es la vida. Vividla al máximo cada día, porque nunca sabéis cuándo puede ser el último.

Y recordad: siempre hay esperanza. Por muy oscuro que parezca el camino, siempre hay una luz al final del túnel. No os rindáis nunca, porque nunca se sabe cuándo puede llegar vuestra resurrección.