Lo miré con asombro, y él me hizo un gesto con el dedo para que me acercara. Dudé por un momento, pero la curiosidad me venció. Cuando me acerqué, me dio un abrazo cálido y dijo:
"¡Hola, pequeño! Soy El Chori, y he venido a jugar contigo".
Pasamos horas jugando juntos, escondiéndonos detrás de los muebles y riéndonos de las bromas que me gastaba. Me enseñó a saltar charcos, a silbar como un pájaro y a canturrear canciones que hacían estremecer las ventanas.
Pero un día, El Chori se desvaneció. Lo busqué por todas partes, pero no pude encontrarlo. Mi abuela me dijo que se había ido a otro lugar, donde necesitaba su ayuda. Me entristeció la noticia, pero sabía que nunca olvidaría a mi amigo travieso.
Años más tarde, cuando era un joven, volví a ver a El Chori. Estaba en un hospital, visitando a un niño enfermo. Me acerqué a él y le dije:
"¡El Chori! ¿Eres tú?"
Él sonrió y dijo:
"Sí, pequeño. Soy yo. He venido a ayudar a este niño a reír y olvidar su dolor".
Me conmovió ver cómo El Chori usaba su magia para alegrar el día de aquel niño. Me di cuenta de que, aunque había crecido, su espíritu seguía siendo el mismo: travieso, pero lleno de amor y compasión.
El Chori es un recordatorio de que la magia y la alegría pueden encontrarse en los lugares más inesperados. Es un espíritu que nos enseña a apreciar las cosas sencillas de la vida y a reírnos de nosotros mismos. Y aunque puede que no lo veamos siempre, siempre está ahí, esperando para iluminar nuestros días con una sonrisa.