El viaje en tren era largo y monótono. El paisaje exterior pasaba lentamente, un desfile interminable de campos y árboles. Dentro del vagón, el ambiente era tranquilo, el murmullo de las conversaciones y el suave tintineo de las cucharillas contra las tazas de té creaban una atmósfera soñolienta.
Yo estaba sentada en mi asiento, mirando por la ventana. Me había sentado junto a un hombre mayor, que leía tranquilamente un periódico. De vez en cuando, levantaba la vista y me miraba por encima de sus gafas. Sus ojos eran de un azul profundo y arrugados por el tiempo, y había una expresión amable en su rostro.
No dije nada, pero él se dirigió a mí con una voz suave y pausada. "¿Viaja lejos?", preguntó.
"Sí", le respondí. "Hasta Barcelona".
"Un viaje largo", dijo. "Yo también voy a Barcelona. Soy profesor de historia jubilado".
Me presenté y le dije que era escritora. Nos pusimos a hablar y descubrimos que teníamos mucho en común. Ambos éramos amantes de la literatura, el arte y la historia.
El tiempo pasó volando mientras charlábamos. Aprendí mucho sobre la vida del profesor, sus viajes y sus ideas sobre el mundo. Me contó historias fascinantes sobre sus experiencias como profesor y me dio consejos valiosos sobre la escritura.
Cuando el tren finalmente llegó a Barcelona, me sentí triste de despedirme del profesor. Había sido un compañero de viaje maravilloso y había disfrutado mucho su compañía.
Mientras bajaba del tren, me di cuenta de que había perdido mi cuaderno donde estaba escribiendo mi novela. Me puse frenética, pues contenía todo mi trabajo. Corrí de vuelta al vagón, pero no estaba.
Desesperada, regresé al asiento donde había estado sentada y allí estaba, en el regazo del profesor. Se había dado cuenta de que lo había perdido y lo había guardado para mí.
Le agradecí profundamente y le dije que no sabía qué habría hecho sin él. Me sonrió y dijo: "De nada. Todos somos pasajeros en este viaje de la vida, y debemos ayudarnos mutuamente".