La leucemia me tomó por sorpresa, como un huracán en una tarde soleada. De repente, estaba luchando por respirar, con moretones y manchas rojas que aparecían en mi cuerpo como cerezas estalladas. El diagnóstico fue como un rayo que me atravesó el corazón: leucemia mieloide aguda.
En el torbellino de emociones que siguieron, encontré consuelo en mi familia, amigos y un equipo médico increíble. Mi esposo se convirtió en mi roca, protegiéndome del viento y la lluvia de la incertidumbre. Mis hijos, mis soles, iluminaban mis días más oscuros con sus sonrisas y risas.
Las sesiones de quimioterapia se convirtieron en mi campo de batalla, donde cada inyección era una bala de cañón disparada contra las células cancerosas traidoras. Las náuseas y la fatiga eran mis enemigos despiadados, pero me aferraba a la esperanza como un salvavidas que me mantenía a flote.
Durante los meses de tratamiento, aprendí el verdadero significado de la resiliencia. Cada paso, cada suspiro era una victoria. Compartí mis miedos y esperanzas con otros pacientes, creando un vínculo inquebrantable con aquellos que habían sido tocados por la misma mano cruel.
El viaje no fue fácil, pero me transformó en una guerrera. La leucemia me robó mi salud, pero no mi espíritu. Me dejó cicatrices, pero también una profunda apreciación por la vida y una nueva perspectiva sobre lo que realmente importa.
Hoy, estoy en remisión, pero la leucemia siempre será parte de mi historia. Es una cicatriz que llevo con orgullo, un recordatorio de la batalla que libré y de la fuerza que encontré dentro de mí.
A todos los que luchan contra la leucemia, les digo: no están solos. La esperanza y la fortaleza los acompañan en cada paso del camino. Mantengan la fe y nunca dejen de luchar.