Había una vez una hermosa joven llamada Lucía. Tenía ojos oscuros y brillantes que parecían contener todos los secretos del mundo. Siempre los llevaba cubiertos con un velo, lo que hacía que la gente se preguntara qué escondían.
Un día, un joven llamado Mateo vio a Lucía en el mercado. Quedó fascinado por sus ojos y se dispuso a descubrir su secreto. La siguió hasta su casa y, cuando ella entró, se escondió detrás de una pila de leña.
Cuando Lucía estuvo dentro, se quitó el velo y Mateo pudo ver sus ojos por primera vez. Eran de un hermoso color verde, pero estaban llenos de tristeza y dolor. Mateo se acercó con cuidado a ella y le preguntó qué le pasaba.
Lucía le contó a Mateo que su padre había muerto cuando ella era joven y que su madrastra la había obligado a trabajar como criada. Soñaba con escapar y encontrar una vida mejor, pero no sabía cómo.
Mateo se sintió conmovido por la historia de Lucía y decidió ayudarla. La llevó a su casa y le dio trabajo como sirvienta. Lucía estaba agradecida por su ayuda y empezó a recuperar la esperanza.
Un día, la madrastra de Lucía fue a buscarla a la casa de Mateo. Estaba furiosa porque Lucía se había escapado y quería llevársela de vuelta. Mateo se enfrentó a la madrastra y le dijo que Lucía era libre de hacer lo que quisiera.
La madrastra se fue enfadada, pero Mateo y Lucía sabían que no se detendría hasta que la encontrara. Decidieron huir de la ciudad y empezar una nueva vida juntos.
Viajaron durante muchos días y finalmente llegaron a un pequeño pueblo donde nadie los conocía. Lucía consiguió un trabajo como maestra y Mateo abrió una herrería. Vivían felices y contentos, y Lucía nunca más tuvo que esconder sus ojos.