Vivía en el primer piso de un edificio antiguo cuando los nuevos vecinos se mudaron a la casa de al lado. Yo era una recién casada, llena de ilusiones y con ganas de conocer a mis nuevos compañeros de vecindario. Sin embargo, el destino tenía otros planes.
Ellos eran una familia numerosa: un matrimonio con tres niños pequeños. Él era un hombre alto, con una barba espesa y una mirada penetrante. Ella era menuda, de pelo castaño y ojos oscuros que siempre parecían estar llenos de preocupaciones. Los niños eran dos mellizos idénticos y una niña pequeña, adorable y llena de vida.
Al principio, intentamos ser amables y amigables. Les saludábamos por el ascensor, les ofrecíamos ayuda para llevar las bolsas e incluso compartimos alguna tarde tomando café en el balcón. Pero pronto nos dimos cuenta de que algo no iba bien.
Las paredes de nuestros apartamentos eran tan finas que podíamos oír cada palabra que decían. Y lo que oíamos no era nada agradable. Gritos, insultos y amenazas se convirtieron en una constante en nuestras vidas. Los niños lloraban desconsoladamente, presa del miedo.
Por las noches, la música empezaba a sonar a todo volumen. Era un ruido ensordecedor que nos impedía dormir, estudiar o simplemente disfrutar de un momento de tranquilidad.
Olores desagradables se filtraban por debajo de nuestra puerta, provenientes del apartamento de al lado. Eran olores a comida pasada, pañales sucios y basura acumulada.
Intentamos hablar con ellos en varias ocasiones, pero siempre reaccionaban con hostilidad. Nos acusaron de exagerar, de ser unos vecinos entrometidos y de no entender sus problemas familiares.
La situación se hizo insostenible. Vivíamos en un estado constante de estrés y ansiedad. Nuestra salud física y mental comenzó a resentirse. Tuvimos que recurrir a los servicios sociales, pero no obtuvimos ayuda. La ley protegía su privacidad, aunque estuvieran perturbando la nuestra.
Finalmente, después de dos años de pesadilla, decidimos mudarnos. Dejamos atrás un hogar que amábamos, pero no podíamos seguir viviendo en esas condiciones. Hoy, recuerdo a mis vecinos de la casa de al lado con una mezcla de tristeza y alivio. Tristeza por lo que podría haber sido y alivio por haber escapado de una situación que estaba destruyendo nuestras vidas.
No sé qué les pasó después de que nos fuimos. Espero que hayan resuelto sus problemas y que los niños estén bien. Pero lo que sí sé es que nunca olvidaré a los vecinos de la casa de al lado, un recordatorio de que incluso en las comunidades más cercanas, el infierno puede estar justo al otro lado de la pared.