Mi primer encuentro con un vendedor ambulante fue en una tarde de verano, cuando tenía apenas cinco años. Jugaba en el parque con mis amigos cuando un carro de helados irrumpió en nuestra algarabía. Sus colores brillantes y su melodía pegadiza nos atrajeron como imanes.
Recuerdo la emoción que sentí al sostener aquel cono de helado, frío y cremoso, en mis pequeñas manos. El sabor dulce y refrescante me transportó a un mundo de felicidad pura. Desde ese día, los vendedores ambulantes se convirtieron en mis cómplices de tardes alegres y noches estrelladas.
Más allá de la venta de golosinas, los vendedores ambulantes son también testigos privilegiados de los ritmos de la ciudad. Ellos conocen los rostros de los vecinos, los secretos de las calles y los entresijos de cada barrio.
Cada vendedor ambulante tiene su propia historia, su propia forma de ganarse la vida y su propia contribución a la comunidad. Son personajes entrañables que nos hacen sentir que la ciudad es un lugar más acogedor.
Sin embargo, el mundo moderno, con su ritmo frenético y sus formas de consumo impersonal, amenaza la existencia de los vendedores ambulantes. Las grandes superficies y las franquicias intentan reemplazarlos, pero ¿acaso pueden igualar el encanto y la calidez humana de un trato cercano?
Es nuestro deber como ciudadanos defender la presencia de los vendedores ambulantes en nuestras ciudades. Son el alma de nuestros barrios, los guardianes de nuestras tradiciones y el hilo conductor que nos conecta con el pasado. Apoyémoslos, con nuestro consumo y con nuestra palabra, para que sigan siendo el latido del corazón de nuestras ciudades.
Hagamos que el canto de los vendedores ambulantes siga resonando en nuestras calles, ¡por muchos años más!