¡No te metas con los dulces de Don Rogelio!




Era una noche de Halloween, y el pequeño Samuel estaba decidido a superar el récord del año pasado: cincuenta casas visitadas. Iba vestido de un adorable vampirito, con capa negra y colmillos de plástico. Corría de puerta en puerta, su vocecita chillona gritando: "¡Truco o trato!".

Pero en una casa, algo salió mal. Era la casa de Don Rogelio, el viejo gruñón del barrio. Cuando Samuel llamó a su puerta, ésta se abrió de golpe y Don Rogelio apareció con una expresión de pocos amigos.

"¡Largo de aquí, mocoso!", gruñó. "No tengo dulces para ti".

Samuel se quedó helado. Nunca nadie le había negado caramelos antes. Pero antes de que pudiera decir nada, Don Rogelio cerró la puerta de un portazo.

Samuel se alejó desolado, pero no se rindió. Siguió llamando a otras puertas, pero el recuerdo de la cara de Don Rogelio lo perseguía. Sentía como si hubiera perdido la magia de Halloween.

Al final del día, Samuel había visitado solo treinta casas, muy lejos de su objetivo. Estaba agotado y desanimado, y decidió volver a casa.

Mientras caminaba por la calle, pasó de nuevo por la casa de Don Rogelio. Esta vez, la puerta estaba abierta y la luz de una vela parpadeaba en el interior. Samuel sintió curiosidad y se asomó.

En el suelo, junto a la mesa, estaban todos los dulces que Don Rogelio había recogido aquella noche. ¡Había montones de caramelos, chocolates y galletas!

Samuel no pudo resistirse. Cogió un caramelo y se lo metió en la boca. Estaba delicioso. Luego cogió otro, y otro más. Y antes de darse cuenta, estaba comiendo un puñado de dulces.

Mientras comía, Samuel oyó un ruido detrás de él. Se dio la vuelta y vio a Don Rogelio de pie en la puerta, mirándolo con una expresión de enfado.

"¡No te metas con mis dulces, mocoso!", gritó Don Rogelio.

Samuel se quedó paralizado. Sabía que estaba en problemas. Pero entonces, algo extraño sucedió. Don Rogelio empezó a reír.

"¡Así que te has comido mis dulces!", dijo, todavía riéndose. "Bueno, no me importa. Es Halloween, después de todo. Pero no te vayas sin coger más".

Samuel se quedó atónito. ¿Don Rogelio le permitía coger más dulces? Cogió un puñado más y se los metió en los bolsillos.

"Gracias", dijo Samuel.

"De nada", respondió Don Rogelio. "Ahora vete a disfrutar de tus dulces. Y recuerda, ¡los dulces de Don Rogelio son intocables!".

Samuel salió de la casa, su corazón latiendo con fuerza. Había superado su récord, ¡y había aprendido una valiosa lección sobre no juzgar a las personas por su apariencia!