Era un partido de fútbol, como tantos otros. Pero este fue diferente. El árbitro, Orsato, se convirtió en el protagonista de la noche. A pesar de vestir la camiseta negra de colegiado, su actuación fue angelical.
Con su silbato como batuta, Orsato dirigió el partido con maestría. Cada falta, cada fuera de juego, fue pitado con precisión quirúrgica. Pero no solo eso, Orsato también tenía un don para calmar las aguas. Con una sonrisa en los labios, lograba apaciguar los ánimos caldeados y evitar que el partido se descontrolara.
Yo estaba en la grada, observando con atención cada uno de sus movimientos. Me cautivó su elegancia, su capacidad para imponer orden sin recurrir a la fuerza bruta. Orsato era un verdadero maestro de la justicia deportiva.
Pero lo que más me impresionó fue su humanidad. En un momento del partido, un jugador recibió una entrada dura. Orsato no dudó en detener el juego y acudir a su lado para interesarse por su estado. Aquel gesto, tan sencillo pero tan genuino, me conmovió profundamente.
Orsato no solo arbitraba partidos de fútbol. También arbitraba la vida. Era un ejemplo de que la justicia y la bondad pueden ir de la mano. Me enseñó que incluso en el mundo competitivo del deporte, siempre hay lugar para el respeto y la empatía.
Al final del partido, Orsato abandonó el terreno de juego ovacionado por los aficionados. Yo también me levanté y aplaudí con fuerza. Porque Orsato, el ángel con la camiseta negra, me había recordado que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay esperanza.
Gracias, Orsato, por ser un faro de justicia y humanidad en el mundo del fútbol. Que tu ejemplo sirva de inspiración para todos aquellos que buscan hacer del mundo un lugar mejor.