En estos tiempos en los que la vida transcurre tan rápida y muchas veces lo digital nos atrapa, no nos damos cuenta de los seres vivos que nos acompañan en nuestra vida cotidiana. Hasta que un día... ¡zas! Ahí está, con toda su desfachatez. Una rata en medio de la calle.
Para muchos puede ser una escena común, pero para mí, que vivo en el Raval de Barcelona, es una situación casi surrealista. Un barrio lleno de vida, de gente, de bares, de tiendas, de cultura... pero también de ratas.
Y es que sí, en el Raval las ratas son un tema. Uno de esos temas que se habla en voz baja, como si fuera algo tabú. Pero que ahí están, conviviendo con nosotros, buscando su sustento entre los restos de comida que dejamos en las calles.
Yo al principio las miraba con cierto asco, pero con el tiempo he aprendido a respetarlas. Son animales que simplemente intentan sobrevivir en un entorno complicado. Y aunque no me gustan, no puedo evitar sentir cierta lástima por ellas.
Las he visto rebuscando en la basura, buscando algo que llevarse a la boca. Las he visto correteando por las callejuelas, asustadas y perseguidas por los gatos del barrio. Las he visto morir atropelladas por los coches.
Y es que las ratas son parte del Raval, aunque no queramos reconocerlo. Son un reflejo de la dureza de la vida en este barrio, de la lucha por la supervivencia. Son un recordatorio de que no todo es bonito en este mundo, de que la pobreza y la desigualdad existen.
Por eso, cuando veo una rata en la calle, no la mato. La miro, la respeto y sigo mi camino. Sé que ella también está luchando por sobrevivir en este mundo tan complicado. Y aunque no me gusten, no puedo evitar sentir cierta compasión por ella.
Porque al fin y al cabo, las ratas del Raval son como nosotros: seres vivos que intentan sobrevivir en un mundo que a veces es cruel.