Nacido en el seno de la nobleza vasca, Javier fue un joven brillante e impetuoso. Inicialmente, se dedicó a los estudios en la prestigiosa Universidad de París. Sin embargo, su corazón estaba inquieto y anhelaba algo más que el conocimiento académico. En 1534, todo cambió cuando conoció a un joven sacerdote llamado Ignacio de Loyola.
Ignacio de Loyola encendió en Javier una profunda pasión por la fe católica. Juntos, iniciaron una nueva orden religiosa: los jesuitas. Su misión era simple pero audaz: llevar el mensaje de Cristo a los confines de la tierra.
En 1542, Javier se embarcó en un extraordinario viaje a la India. Navegó a través de tormentas y enfermedad, pero su determinación nunca decayó. Durante diez años, recorrió vastas tierras, desde el sur de la India hasta las islas de Japón. Predica, cura a los enfermos y convierte a miles a la fe cristiana.
El viaje de Javier estuvo lleno de peligros. Fue atacado por piratas, encarcelado y amenazado de muerte. Sin embargo, su fe lo sostuvo en todo momento. Creía que Dios lo había llamado a esta difícil misión y que la difusión de la Palabra era más importante que su propia seguridad.
En 1552, Javier llegó a Japón, una tierra de cultura y tradición únicas. Allí, se enfrentó a un reto formidable: ganar adeptos en un país que seguía firmemente sus propias creencias religiosas. Pero Javier no se dejó intimidar. Estudió la lengua japonesa, se adaptó a las costumbres locales y se tomó el tiempo de comprender la mentalidad del pueblo japonés.
Poco a poco, los esfuerzos de Javier comenzaron a dar frutos. Convirtió a muchos japoneses al cristianismo e incluso ganó el favor de algunos líderes locales. Sin embargo, su éxito fue efímero. Las autoridades shogunales, temiendo la influencia extranjera, proscribieron el cristianismo y Javier se vio obligado a huir de Japón.
Decepcionado pero no desanimado, Javier intentó regresar a Japón en 1559. Sin embargo, en su camino, enfermó gravemente y murió en la isla de Shangchuan, en China. Tenía sólo 46 años.
Aunque su vida fue truncada, el legado de San Francisco Javier es inmenso. Con su fervorosa fe, incansable determinación y amor por todas las personas, dejó una huella indeleble en el mundo, difundiendo el mensaje de Cristo por tierras lejanas y conquistando los corazones de innumerables personas.