Un día cualquiera, como cualquier otro, mi ciudad tembló. No fue un temblor leve, sino uno fuerte, uno que sacudió los cimientos de nuestras casas y nos dejó a todos con el corazón en un puño.
Yo estaba en mi casa, sentado en mi sillón favorito, leyendo un libro. De repente, sentí un fuerte estruendo y la casa comenzó a moverse. Los cuadros se cayeron de las paredes, los libros saltaron de los estantes y yo fui lanzado al suelo.
Me levanté rápidamente y corrí hacia la puerta, pero estaba atascada. La casa seguía temblando y yo no podía salir. Me apoyé contra la puerta y esperé a que pasara el temblor.
Pareció una eternidad, pero finalmente el temblor cesó. Salí de la casa y vi que mis vecinos estaban haciendo lo mismo. Todos estábamos asustados y conmocionados.
Caminamos por la calle, mirando los daños. Algunas casas habían sido destruidas, otras tenían grandes grietas en las paredes. Los árboles habían sido arrancados de raíz y los cables eléctricos colgaban peligrosamente sobre nuestras cabezas.
Encontramos un lugar seguro y nos sentamos a esperar noticias. Pronto llegaron los servicios de emergencia y comenzaron a trabajar para despejar los escombros y ayudar a los heridos.
Yo tuve suerte. Mi casa había sufrido algunos daños, pero yo estaba a salvo. Me sentí aliviado y agradecido de estar vivo.
El terremoto fue un desastre, pero también fue una experiencia que me cambió la vida. Me hizo darme cuenta de lo frágil que es la vida y lo importante que es estar preparado para cualquier cosa.
Después del terremoto, me hice voluntario en la Cruz Roja y comencé a ayudar a otros en situaciones de emergencia. Quiero hacer todo lo posible para ayudar a las personas que han pasado por algo similar a lo que yo he pasado.
El terremoto de Lugo fue un acontecimiento terrible, pero también fue una oportunidad para crecer y aprender. Me hizo darme cuenta de la importancia de ayudar a los demás y de que siempre hay esperanza, incluso en los momentos más oscuros.